AZOGUE, EL

AZOGUE, EL.

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Como tema y como símbolo, el espejo resulta bastante frecuentado en la literatura fantástica. Lejos de hacerlo todo más fácil, elegir ese tema y ese símbolo propone un desafío mayor, porque si no se logra hacer algo meritorio, los lectores más experimentados sentirán el hastío de lo repetido. Y 'lo repetido', en materia de espejos, es lo peor que te puede pasar. Resulta meritorio entonces lo que logra China Miéville en su novela corta El azogue. Miéville (Londres, 1972) reconoce la herencia de Borges con una cita de El libro de los seres imaginarios; toma el tema y los rasgos de esa cita y homenajea al autor argentino con altura, actualizando su legado. El plan de Miéville (que es un varón, aunque el nombre de 'China' pueda hacernos pensar otra cosa) es tomar el elemento fantástico de los espejos y aplicarlo a una visión postapocalíptica. Fantasía, ciencia ficción y terror en partes iguales. En las primeras páginas, Londres aparece devastada por una guerra insólita. El ejército británico está desbandado. No hay gobierno en el país. Scholl es un sobreviviente que zafa como puede en esa ciudad donde el Támesis no ofrece ningún reflejo; tampoco los charcos en las calles, ni los metales, ni los espejos. Sucede que la guerra no es contra otros hombres, sino contra los Imagos: criaturas que, durante siglos, han vivido oprimidas del otro lado de todas las superficies reflectantes, esclavas de nuestros caprichos. Por fin se han rebelado, escapando del azogue de los espejos, para volcar todo su odio acumulado sobre la raza humana. La prosa de Miéville y la traducción de Marcelo Cohen son excelentes. El estilo es una de las fuentes de placer de El azogue, en especial en las partes del relato en primera persona. En esas partes no narra Scholl 'las acciones de Scholl se cuentan en tercera, lo cual le sirve a Miéville para ocultarnos cierta información', sino uno de los otros: es uno de los 'vampiros', como llaman los humanos despectivamente al enemigo (sin que el linaje de Drácula tenga nada que ver con esta historia, más que en un punto de contacto: el del reflejo siempre ausente para los unos y el otro). Como corresponde a una narración en espejo, los dos narradores presentan recorridos inversos: Scholl atravesará la ciudad hacia el sur, en una misión que él espera pueda poner fin a la guerra; el 'vampiro', irá rumbo al norte, hacia las afueras de Londres, en busca de una salida que lo acerque a sí mismo. La primera mitad del libro 'el planteo' es genial; la segunda decae (¿otra inversión en espejo?). No porque la prosa empeore, para nada, sino en lo estrictamente argumental. [Atención: a continuación vienen algunos spoilers]. Desilusiona por ejemplo la indefinición de Miéville acerca de algunos interrogantes que los personajes se plantean con insistencia. (Algo en el truco de presentar un misterio como motor de lectura pero sin preocuparse de si se podrá o no resolverlo aceptablemente, nos hace sonreír y recordar a Lost). O, si se entiende que sí se da una explicación, ésta resulta pobre. Del enigma de Scholl 'sintetizado en la pregunta 'por qué [los vampiros] no me tocan'' no se desprende, necesariamente, la conclusión de 'no lo hacen porque soy un elegido'. Podés ser un factor alergénico, o un apestado. Scholl debe tener enormes delirios de grandeza al permitirse, en semejante situación de desventaja global, un non sequitur así. Además, incluso concediendo que sea 'un elegido', Miéville no da pistas de por qué tendría que ser justamente él, y no cualquier otra persona. Que sea 'un elegido' por azar no resulta muy interesante o atractivo. .

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