ARTE BELGA

ARTE BELGA.

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Del realismo al paisaje moderno A través de más de setenta obras, procedentes del Musée d'Ixelles de Bruselas, esta exposición ofrece un completo y singular panorama que permite indagar en las principales tendencias plásticas desarrolladas en Bélgica desde el fin-de-siècle hasta los años cuarenta del siglo XX. En este período de intensa búsqueda de modernidad, el arte belga presenta influencias internacionales y características específicamente locales, y se significa sobre todo por sus propuestas avanzadas, el atrevimiento creativo y la tensión entre el profundo apego a la realidad y la propensión a la imaginación desbordante. El arte belga de finales del siglo XIX reflejó las contradicciones y el cambio de paradigmas de un joven país en pleno auge industrial. La fascinación por el mundo moderno coexistió, así, con el deseo de huir de él para volver a lo esencial: lo humano y la naturaleza. Sobre una tradición local de apego a lo real, la influencia de Gustave Courbet y la escuela de Barbizon, y de su revolucionaria pintura naturalista, estimuló un arte belga centrado en temáticas de la vida moderna, urbana y campesina, que derivará hacia un realismo social a finales de la centuria (Constantin Meunier, Charles Degroux, Eugène Laermans). Junto a ello, el paisajismo buscó el regreso a una naturaleza en calma, a la vez que se erigía en un espacio de nuevas experiencias estéticas modernistas. Bajo la influencia de John Constable, William Turner o la citada escuela de Barbizon, los belgas apostaron por la libre percepción e interpretación de la naturaleza (Hippolyte Boulenger y Louis Artan). Explorando paisajes y captando variaciones atmosféricas, sus cuadros fueron adquiriendo una mayor libertad en el manejo de la luz y del color, y en unas técnicas pictóricas más sueltas, flexibles y espontáneas. El impresionismo y sus derivaciones En Bélgica, el desarrollo del impresionismo se entrelaza de forma natural con las aportaciones del realismo y del paisaje renovado, con las que establece una continuidad directa. A partir de la década de 1880, en respuesta a los experimentos franceses, los impresionistas belgas se entregaron a la pintura del natural, la investigación de las fugaces variaciones de la luz y el color debidas al carácter cambiante de la naturaleza, la emancipación de la pincelada y la libre elección del tema. Cada artista desarrolló un estilo propio, siempre a partir de las aspiraciones comunes de la nueva corriente, pero destaca una especial tendencia a los empastes generosos, que pone de manifiesto la materialidad de la pintura. Desde las investigaciones de James Ensor, fogosas, expresivas e impactantes, hasta la delicadeza y voluptuosidad de Guillaume Van Strydonck, pasando por las vibraciones luminosas y sutiles de Théo Van Rysselberghe, la pincelada firme y empastada de Willy Finch o las palpitantes vibraciones de Rodolphe Wystman, el impresionismo belga llama la atención por su riqueza y variedad. Esta corriente culmina en la primera década del siglo XX con la obra luminista de Émile Claus, cuyos juegos de color y luz desembocan en una vibración e irradiación de una ejemplar intensidad. Del simbolismo a las vanguardias A finales de la década de 1880 surgió la corriente simbolista, que, frente a la «vida moderna», daba prioridad al repliegue en el yo, el mundo del alma y el retorno a un paraíso perdido, oponiéndose de modo explícito al realismo y el materialismo dominantes, para expresar la duda o la desazón suscitada por los cambios de la sociedad. Este movimiento, que apareció en primer lugar en los ambientes literarios, se propagó al conjunto de las expresiones artísticas y su principio básico fue el rechazo de la descripción objetiva de la realidad, en favor del símbolo, la metáfora, la elipsis, la analogía o la sugestión (Fernand Khnopff, Félicien Rops, Jean Delville, Léon Spilliaert). Por su lado, siguiendo los pasos del impresionismo, el fauvismo propuso una nueva apuesta por el color, la luz y la pincelada. Influidos por los fauvistas franceses, artistas belgas como Rik Wouters, Louis Thévenet o Willem Paerels reforzaron estas tendencias coloristas entre 1905 y 1914, al tiempo que afirmaban la autenticidad artística de sus temas con una pincelada firme y amplia. Este radicalismo y estas ansias de originalidad tuvieron su prolongación en los experimentos expresionistas de entreguerras, con figuras entre las que destacan, en el caso de Flandes, Gustave De Smet o Frits Van den Berghe, y en el de Valonia, dentro de un estilo más sosegado, Anto Carte o Louis Buisseret. Surrealismo Estimulada, en su predilección por la imaginación, por el simbolismo y los experimentos revolucionarios del movimiento Dada, la aventura surrealista se desplegó internacionalmente alrededor del manifiesto escrito por André Breton en 1924, que definió sus grandes ejes y su principal filosofía. El surrealismo se basa ante todo en la expresión real del pensamiento en bruto, desligado del control de la razón y de cualquier precepto estético y moral. Dentro de este marco, lo imaginario, el sueño, la locura y el inconsciente constituyen los terrenos más propicios para una serie de juegos creativos en los que se deja libre curso a lo extraño, lo ilógico y lo irracional. En este contexto, Bélgica ocupa un lugar de primer orden, sobre todo alrededor de dos figuras principales: René Magritte y Paul Delvaux. A diferencia de los surrealistas de otros países, que daban preeminencia a una trasposición libre del inconsciente, los belgas siguieron apegados a la realidad. La opacidad y la magia del universo creado por Magritte o Delvaux no se basaba tanto en investigaciones plásticas como en la extrañeza de un sistema figurativo ilusionista cuyas claves de descodificación e interpretación se nos escapan. Después de la Segunda Guerra Mundial, el surrealismo belga, cuyos ecos internacionales se han mantenido hasta hoy, cedió el testigo a nuevas experimentaciones creativas, como la abstracción.

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